Adentrándome en la Penumbra
Miraba mis manos y se diluían los límites de afuera y dentro. Y es que acostumbré tanto mi vista a la niebla que muchas veces no lograba diferenciar entre ella y mi cuerpo.
A menudo fantaseaba con el calor de un haz de luz. Pensaba que eso traería nitidez y calma entre tanto paso a ciegas y golpes al aire, pero sólo lograba evaporarme y volverme humedad oscura, de esa que pesa cuando la respiras.
En la insistencia por vivir, comencé a habitar las paredes en forma de vaho, adentrándome en la penumbra de la piedra durante un siglo de inviernos. Ahí, en la quietud del ruidoso silencio, tuve que aprender a buscar mi propio calor bajo lluvia y sol, sin saber que es así como el musguito nace y embellece los muros.